Escuela colonial. Círculo de los Lugo. Nueva Granada. Siglo XVII.
"San Francisco de Borja"
Monumental y magnífica escultura en madera tallada, dorada, policromada y estofada.
182 x 81 x 81 cm.
Magnífica escultura muy comparable en anatomía y formas a la pareja de santos jesuitas (San Francisco de Borja y San Ignacio de Loyola) de Juan Martínez Montañés (1568-1649), realizadas entre 1624-1625 para la iglesia de la Anunciación de Sevilla, en origen Casa Profesa de la Compañía de Jesús y actualmente adscrita como capilla universitaria. Es, de hecho, evidente que el modelo es el de la escultura de San Francisco de Borja, lo que no es de extrañar, pues la influencia del Maestro sevillano es decisiva en la formación de los escultores de Nueva Granada.
Las de esta iglesia sevillana visten sotana negra jesuítica, pero se consideran “de candelero”, es decir, para ser sobrevestidas. La nuestra, sin embargo, tiene ricamente decorada la sotana con roleos de oro, como corresponde al siglo XVII. Aun así, los rostros y manos son muy similares a las mencionadas en posición, profundidad, anatomía, movimientos y escorzos.
Basamos nuestra atribución en la enorme coincidencia de estilemas artísticos con el San Ignacio, de grandes proporciones, que se encuentra en el Altar de la Iglesia de San Ignacio de Tunja, Colombia, y que está catalogado como realizado por el círculo de Los Lugo. Idéntica posición del santo, con los mismos hábitos, de igual decoración y calidad escultórica en rostros y manos. Sin duda podemos situar su creación a un artista del taller de Pedro de Lugo, o por qué no, al maestro propiamente.
En dicho retablo acompañan a ambos lados de San Ignacio de Loyola, que es quien lo preside, San Francisco Javier y San Luis Gonzaga. Como afirma Adrián Contreras-Guerrero, “gracias al Padre Mercado sabemos que las tres imágenes centrales de dicho retablo […], fueron encargadas en Santafé”, lo que reafirma nuestra atribución al círculo de los Lugo.
Como indican Francisco J. Herrera y Lázaro Gila, “referirnos a Pedro de Lugo Albarracín, supone adentrarnos en el poco conocido campo de los talleres escultóricos neogranadinos del XVII y en la que, a juzgar por las obras conservadas, debió ser una intensa actividad artística, auspiciada por la creciente demanda de particulares, eclesiásticos, órdenes religiosas, catedrales y parroquias, tanto capitalinas como de localidades del entorno. Al igual que en pintura son citados nombres que expresan la madurez creativa del taller santafereño, como Antonio Acero de la Cruz, Baltasar de Figueroa y Gregorio Vázquez de Arce, nuestro protagonista y algún otro del mismo apellido (Salvador o Lorenzo) son los preferentemente citados a la hora de aludir los progresos que en la escultura acontecieron durante ese siglo en la Santafé colonial y otras ciudades como Tunja”.
Analizan ambos estudiosos la preferencia de Pedro de Lugo por la figura de Cristo en distintos momentos de su Pasión, pero apuntan que además él y su taller realizaron imágenes de santos y algún relicario, hecho que tiene gran relación con nuestra figura. Mencionan, por ejemplo, “dos esculturas del Santo de Asís, localizadas en la iglesia del convento de la orden en Tunja”. Una de ellas, “guarda semejanzas con el Santo homónimo del retablo de San Francisco de Borja, en el templo jesuítico de Bogotá, también relacionado ya con Lugo.”
En cuanto al origen del escultor Pedro de Lugo, leemos de nuevo en Herrera y Lázaro que, “teniendo en cuenta su ascendencia bajoandaluza, su posible nacimiento en Jerez y las estrechas relaciones que en cualquier caso tanto él como sus progenitores tendrían con Andalucía, el lugar más adecuado para acariciar la idea de su formación es Sevilla. Bien antes de marchar a América por primera vez, o en una estancia juvenil, Pedro de Lugo pudo formarse como escultor y vaciador en la capital andaluza. No en vano, la ciudad contaba con un importante establecimiento productor de artillería, donde aprendería las técnicas de aleación del hierro, el cobre y el estaño e incluso el plomo y otros metales dulces.”
Pedro y sus hermanos Alonso y Juan mantuvieron activo un taller de escultura y fundición en diferentes materiales en la Santafé de las décadas centrales del siglo XVII, cuya influencia se proyecta más allá de la capital, alcanzando distintas localidades, especialmente Tunja.
Por lo que al personaje retratado se refiere, nos ilustra D. Javier Baladrón, doctor en Historia del Arte, que “San Francisco de Borja (1510-1572) fue un santo valenciano que llegó a ser el III General de la Compañía de Jesús. Uno de los episodios más conocidos de su vida, y que tendrá vital importancia en su iconografía, es el del fallecimiento en 1539 de la reina Isabel de Portugal –esposa de Carlos V–, que estaba considerada como una de las mujeres más bellas del mundo. Esta muerte le marcó tanto que desde entonces siempre comentó que fue el día de su conversión: “Por la emperatriz que murió tal día como hoy. Por lo que el Señor obró en mí por su muerte. Por los años que hoy se cumplen de mi conversión”. Con posterioridad, organizó la comitiva que escoltó el cadáver de la reina hasta la Capilla Real de Granada. Antes de que este fuera sepultado, observó el rostro descompuesto de la reina, que se convirtió en uno de sus atributos más recurrentes, y le preguntaron si juraba que aquella era la reina, a lo que respondió: “He traído el cuerpo de nuestra Señora en rigurosa custodia desde Toledo a Granada, pero jurar que es ella misma, cuya belleza tanto me admiraba, no me atrevo”.”
Baladrón sigue describiendo nuestro San Francisco de Borja: “figura estático y meditabundo. Se mantiene erguido, con la pierna derecha levemente adelantada, creando un contrapposto que dinamiza la composición. A lo que también contribuye la apertura de los brazos en diferentes direcciones y el giro del rostro para contemplar la cruz. Desconocemos si en origen la calavera pudo ir alguna de las dos manos puesto que actualmente se mantiene adherida al suelo por medio de un vástago. Extiende el brazo izquierdo, realizando con la mano un gesto declamatorio al tiempo que señala la calavera regia que se encuentra a sus pies; por el contrario, flexiona el brazo derecho, acercándose al rostro el Crucifijo que ase en dicha mano. Las manos son muy delicadas, elegantes, y de un acentuado realismo, de suerte que están definidos con mimo los huesos, articulaciones, venas, huellas de la mano e incluso las uñas. La cabeza es lo más valioso del conjunto, estando dibujados perfectamente y con suma destreza y finura cada uno de los rasgos faciales y de las guedejas que componen sus escasos barba y cabello. El escultor ha captado con notable acierto los rasgos faciales del santo, de suerte que ha logrado culminar su retrato, el cual se conocía gracias a la mascarilla mortuoria que se le había sacado.
Viste el típico hábito jesuita consistente en sotana y capa negras, decoradas con una tupida red de delicados motivos vegetales dorados que tapizan por completo, como con horror vacui, ambas prendas. Asimismo, ambos ropajes están surcados por infinidad de movidos y dinámicos plegados, la mayor parte suaves y de caída vertical, que fraccionan las superficies creando una sucesión de superficies cóncavas y convexas. Esto es especialmente visible en la espalda en el que encontramos una sucesión de rígidos pliegues tubulares.”
Agradecemos a D. Javier Baladrón, doctor en Historia del Arte, la descripción formal e iconográfica de la escultura.
Bibliografía de referencia:
- Contreras-Guerrero, Adrián. (2019) "Escultura en Colombia. Focos productores y circulación de obras (siglos XVI-XVIII)”. Universidad de Granada.
- Herrera, Francisco Javier y Gila Medina, Lázaro. (2018). “Pedro de Lugo Albarracín y el desarrollo del pleno barroco en la escultura neogranadina del siglo XVII”, capítulo IX en “El triunfo del barroco en la escultura andaluza e hispanoamericana”. (p. 305-365). Universidad de Granada.